La vida es como una isla desde la que un perfecto
anónimo tira un mensaje escrito en algún pedazo de papel dentro de una botella.
Esa botella ingresa al mar a través de las olas,
renegando éstas de ella, hasta que es capaz de adentrarse. Y ese mensaje sigue
su camino sin una ruta determinada.
Alguien recibirá esa botella, leerá el mensaje
"a quién reciba esto, le envío un saludo desde una isla desconocida,
escribo para decirle que hay alguien en
alguna parte del mundo que cree en los sueños inesperados y en los mensajes de
la ocurrencia...."
Hay veces que las esperanzas efímeras nos
acompañan y nos hacen entender que la botella llegará, que alguien la abrirá y
que la leerá.
Esperamos a que la botella sea encontrada...
esperamos años enteros, meses, semanas, días, minutos y segundos, y esa
eclosión de circunstancias no se muestran. Es como si nunca escribimos aquel
mensaje, como si aquella botella jamás partió del puerto. Pensamos que se
quebró en su camino y que los pedazos de cristal se encuentran sumergidos en lo
más profundo del mar.
Hay veces nos asoma la esperanza, que es lo
último que se pierde, y creemos que la botella sigue en camino. "Pronto
llegará" nos decimos a nosotros mismos. Sigue la dulce espera, por años...
¿porque esperamos una respuesta de quien recibió esa botella? ¿fue recibida esa
botella? ¿provocó el interés buscado? ¿fue confundida con basura?
¿Será que no escribimos el mensaje en los idiomas
necesarios?, o improbablemente se esfumaron los lectores de botellas.
La vida está llena de incógnitas. Pareciera que
el cerebro nos obliga a recrear lo que nunca sabremos... así, quizás, nos
sentiremos felices en nuestra pequeña isla, que unas veces crece y otras se
queda escondida. Sabemos del sabor agridulce de esperar, pero es un sabor que
nos termina gustando. Es más amargo no tener nada en que pensar.