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28/9/10

Cuando se explora el pensamiento

Cuando se explora el pensamiento te das cuenta que las palabras fluyeron solas, que no fuiste dueño de tus impulsos, y de pronto dijiste todo eso que tenias guardado en lo mas profundo de tus intenciones. Y no te arrepientes, no te reclamas, no fue correcto, pero fuiste tu mismo, sin ningún adorno.

Cuando se explora el pensamiento te das cuenta que las intenciones nunca contaron, que en esta vida de empezar y terminar en un mismo segundo, lo único que importa es el hoy, el presente. Lo que importa es la respuesta sin condiciones y la entrega constante. Aunque sea un solo segundo, habrá bastado.

Cuando exploras el pensamiento no encuentras razón para explicar muchas, o todas las cosas, porque te das cuenta que donde tu sonríes otros lloran, porque les ha fallado la intuición, la creatividad, la pasión y la emoción; lo único que queda es algo parecido al vacío. Retrocedes y te dices a tí mismo con una mueca de sonrisa que no volverás a hacerlo, te dices a ti mismo que intentarás vivir un día a la vez, porque aprendiste esa formula antes que ellos.

Cuando exploras el pensamiento y evalúas todo movimiento de tu cuerpo y toda palabra de tu lengua, lo que en realidad haces es enterarte que no se puede volver, ya no hay estímulos para regresar, ni espacio para hacerlo otra vez. Ya lo has hecho, eso es lo que cuenta, la realidad reconstruida no existe, las lágrimas no existen, las emociones son lo que vivimos, no al revés.

Podrás volver a equivocarte, podrás volver a comer lo mismo, podrás volver a dibujar esa misma pared, podrás volver a cortar esa revista sueca en miles de pedazos, quizás podrás volver a besarle en esos labios carnosos, pero jamás serán lo mismo. Simplemente es una repetición de algo que no volverá. De eso te das cuenta cuando exploras el pensamiento.

Cuando exploras tu pensamiento mi querido compañero de viaje, lo que en realidad haces es cuestionarte, porque te preguntas si eso que dijiste se pudo haber dicho de una mejor manera, si la forma como caminaste pudo ser diferente… no te enteras que lo que haces es predisponerte a la forma como frente a un espejo.

Decide mejor seguir expulsando ese contenido, como esa válvula de escape donde todo sale a presión, como si quisieras seguir impregnando todo de ti. Y si es con permeabilidad e improvisación, quizás la experiencia merezca aún más la pena. Todo lo demás no es vivir, es construir una realidad que no existe.

22/9/10

Hora de partir mí querida Manyula

Durante los años que viví en la calle mi vida transcurrió entre el parque El Pañuelo y el Parque Zoológico Nacional, en la muchas veces gris y otras ocasiones brillante, ciudad de San Salvador.

Aun viviendo en la calle se acercó a mí una mano invisible que posibilitaba que no viese la vida con la mezquindad que se presentó a tan corta edad. Había un espíritu que preservó mi corazón. La dura cotidianidad me pareció siempre tan normal, propia, como un designio que fue hecho para que la viva yo, sin juicios de valor y sin quejas.

Todos los días visitaba el parque zoológico, ese sitio lleno de animales ruidosos como los loros y graciosos como los monos. A los doce años de edad, para cualquier niño ese es un lugar de emoción y alegría. Yo ingresaba a escondidas, a través de las filas de estudiantes, entre los niños que llegaban con las excursiones escolares.

Mi objetivo no era elaborar una tarea, no era una visita guiada. Inicialmente visitaba el parque todos los días en búsqueda de comida. Con la llegada de turistas y con la actividad comercial de la zona, siempre había comida que conseguir.

Una mañana mientras caminaba por las callejuelas del parque me percaté que un ser extraordinario que observaba mis pasos. Era la elefanta, que con su presencia lo conquistaba todo, aquel gran animal de orejas grandes pero corazón de niña, gigante pero pequeña en su inocencia.

Poco a poco fui desarrollando una relación estrecha con ella. Siempre me sentaba en una vieja banca frente a su gran jaula. Todos los animales sabían y yo así lo percibía, que ella era la reina del lugar, no había nada más grande, enigmático y hermoso en todo el lugar.

Siempre nos mirábamos fijamente, sus lágrimas eran inmensas, sus ojos proyectaban la triste soledad. La soledad de la grandeza, era tan grande y a la vez tan solitaria. Nuestras tristezas se mezclaban a través de nuestros ojos, nos mirábamos  y nos entendíamos. Sabíamos que la injusticia hacia posible nuestra presencia, ambos sin futuro y atados a la indiferencia de la gente que pasaba a nuestro alrededor y daba por sentado que pertenecíamos al lugar a donde nos encontrábamos, solos, abandonados, como un objeto.

Eran cortos los días cuando le visitaba. Solamente me levantaba de la banca en la hora de la comida. Los cuidadores llevaban la comida a la jaula de los pájaros y los monos, era hora de robar fruta para comer. Comía en los arbustos, en el medio de los jardines para que los guardias y los cuidadores no descubrieran mi presencia. 

Después de comer volvía a la banca, me sentaba frente a Manyula y le observaba. Le veía comer, observaba su pausado caminar. Algunas veces hacia travesuras a los visitantes, otras ocasiones decidía no prestar atención a nadie más, se echaba sobre el suelo y perdía su vista con la mía. A mi edad, entendía que la elefanta sabía quién era yo, qué hacia allí, y porque nuestras historias se parecían tanto: la soledad y la orfandad nos unía.

Hoy Manyula ha partido al cielo de los elefantes, falleció en la ciudad de San Salvador y me he preguntado cuanto tiempo me sostuvo en su memoria, si recordó siempre nuestras miradas. Se fue la testigo y compañera de esas tardes en el Zoológico de San Salvador.

Durante estos 59 años los salvadoreños disfrutaron de Manyula la atracción del circo de cemento. Yo la vi como mi familia, como ese espíritu doblegado por la prisión, pero libre por la fuerza de su corazón. 

Era una niña con el alma suspendida, y con la libertad cortada, pero su espíritu era tan fuerte que jamás renunció a la libertad como su más grande sueño.

Soy dueño del recuerdo por la hermosa dueña de los ojos tristes en los que ambos nos reflejábamos.