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12/11/09

Montparnasse y yo

Estoy seguro que he pasado por esta calle hace dos meses, que tenía un escaparate inmenso, con unas rejillas de madera gris. Y en su interior un montón de maniquíes rosados. Abajo, había una tapa metálica, era de esas que tapan los huecos de los túneles de de los cables de la energía.

De los agujeros de las manijas metálicas de la tapadera metálica salía humo, el humo sabio a incienso. Quizás el incienso se escapaba por un pasadizo secreto de alguna capilla privada que estaba en cualquiera de las mansiones de esa calle.

Caben muchas posibilidades para que en una ciudad inmensa, en una calle transitada, con una tienda de vestidos de novia, haya una cloaca con olor a incienso. También se me ocurre que pueda ser un oriental que hace sus ritos bajo las calles de Montparnasse.

No importa en lo absoluto, porque estas percepciones no son tan posibles, a unos segundos de distancia se encuentra el Boulevard Raspail, lo suficientemente apabullante cuando quiere, como para que deje de pensar en el olor de ese humo.

Recuerdo con mucho cariño la ocasión en que un joven artista parisino me hizo un dibujo a lápiz en mi primera visita -como turista- que hice a Monparnasse. La conservaba, hasta la había enmarcado. Ahora no sé donde está.

Yo observo esas pequeñas cosas, porque, a las nueve de la mañana de un lunes, que más se puede hacer sentado en una cafetería, donde las alegrías fueron hace 10 horas.

En todo caso, yo no busco alegría, ya he sido lo que he querido, en eso me parezco a Montparnasse, ya los dos tuvimos la época de la locura, la ilusión y la fantasía, hoy toca recordar que fui una cuna de muchos colores, excéntrico, loco pero vibrante, igual que Montparnasse.

La tienda de novias abre tarde, a las diez quizás.