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22/9/10

Hora de partir mí querida Manyula

Durante los años que viví en la calle mi vida transcurrió entre el parque El Pañuelo y el Parque Zoológico Nacional, en la muchas veces gris y otras ocasiones brillante, ciudad de San Salvador.

Aun viviendo en la calle se acercó a mí una mano invisible que posibilitaba que no viese la vida con la mezquindad que se presentó a tan corta edad. Había un espíritu que preservó mi corazón. La dura cotidianidad me pareció siempre tan normal, propia, como un designio que fue hecho para que la viva yo, sin juicios de valor y sin quejas.

Todos los días visitaba el parque zoológico, ese sitio lleno de animales ruidosos como los loros y graciosos como los monos. A los doce años de edad, para cualquier niño ese es un lugar de emoción y alegría. Yo ingresaba a escondidas, a través de las filas de estudiantes, entre los niños que llegaban con las excursiones escolares.

Mi objetivo no era elaborar una tarea, no era una visita guiada. Inicialmente visitaba el parque todos los días en búsqueda de comida. Con la llegada de turistas y con la actividad comercial de la zona, siempre había comida que conseguir.

Una mañana mientras caminaba por las callejuelas del parque me percaté que un ser extraordinario que observaba mis pasos. Era la elefanta, que con su presencia lo conquistaba todo, aquel gran animal de orejas grandes pero corazón de niña, gigante pero pequeña en su inocencia.

Poco a poco fui desarrollando una relación estrecha con ella. Siempre me sentaba en una vieja banca frente a su gran jaula. Todos los animales sabían y yo así lo percibía, que ella era la reina del lugar, no había nada más grande, enigmático y hermoso en todo el lugar.

Siempre nos mirábamos fijamente, sus lágrimas eran inmensas, sus ojos proyectaban la triste soledad. La soledad de la grandeza, era tan grande y a la vez tan solitaria. Nuestras tristezas se mezclaban a través de nuestros ojos, nos mirábamos  y nos entendíamos. Sabíamos que la injusticia hacia posible nuestra presencia, ambos sin futuro y atados a la indiferencia de la gente que pasaba a nuestro alrededor y daba por sentado que pertenecíamos al lugar a donde nos encontrábamos, solos, abandonados, como un objeto.

Eran cortos los días cuando le visitaba. Solamente me levantaba de la banca en la hora de la comida. Los cuidadores llevaban la comida a la jaula de los pájaros y los monos, era hora de robar fruta para comer. Comía en los arbustos, en el medio de los jardines para que los guardias y los cuidadores no descubrieran mi presencia. 

Después de comer volvía a la banca, me sentaba frente a Manyula y le observaba. Le veía comer, observaba su pausado caminar. Algunas veces hacia travesuras a los visitantes, otras ocasiones decidía no prestar atención a nadie más, se echaba sobre el suelo y perdía su vista con la mía. A mi edad, entendía que la elefanta sabía quién era yo, qué hacia allí, y porque nuestras historias se parecían tanto: la soledad y la orfandad nos unía.

Hoy Manyula ha partido al cielo de los elefantes, falleció en la ciudad de San Salvador y me he preguntado cuanto tiempo me sostuvo en su memoria, si recordó siempre nuestras miradas. Se fue la testigo y compañera de esas tardes en el Zoológico de San Salvador.

Durante estos 59 años los salvadoreños disfrutaron de Manyula la atracción del circo de cemento. Yo la vi como mi familia, como ese espíritu doblegado por la prisión, pero libre por la fuerza de su corazón. 

Era una niña con el alma suspendida, y con la libertad cortada, pero su espíritu era tan fuerte que jamás renunció a la libertad como su más grande sueño.

Soy dueño del recuerdo por la hermosa dueña de los ojos tristes en los que ambos nos reflejábamos.