Durante
los años que viví en la calle mi vida transcurrió entre el parque El Pañuelo y
el Parque Zoológico Nacional, en la muchas veces gris y otras ocasiones
brillante, ciudad de San Salvador.
Aun
viviendo en la calle se acercó a mí una mano invisible que posibilitaba que no
viese la vida con la mezquindad que se presentó a tan corta edad. Había un
espíritu que preservó mi corazón. La dura cotidianidad me pareció siempre tan
normal, propia, como un designio que fue hecho para que la viva yo, sin juicios
de valor y sin quejas.
Todos
los días visitaba el parque zoológico, ese sitio lleno de animales ruidosos
como los loros y graciosos como los monos. A los doce años de edad, para
cualquier niño ese es un lugar de emoción y alegría. Yo ingresaba a escondidas,
a través de las filas de estudiantes, entre los niños que llegaban con las
excursiones escolares.
Mi
objetivo no era elaborar una tarea, no era una visita guiada. Inicialmente
visitaba el parque todos los días en búsqueda de comida. Con la llegada de
turistas y con la actividad comercial de la zona, siempre había comida que
conseguir.
Una
mañana mientras caminaba por las callejuelas del parque me percaté que un ser
extraordinario que observaba mis pasos. Era la elefanta, que con su presencia
lo conquistaba todo, aquel gran animal de orejas grandes pero corazón de niña,
gigante pero pequeña en su inocencia.
Poco
a poco fui desarrollando una relación estrecha con ella. Siempre me sentaba en
una vieja banca frente a su gran jaula. Todos los animales sabían y yo así lo
percibía, que ella era la reina del lugar, no había nada más grande, enigmático
y hermoso en todo el lugar.
Siempre
nos mirábamos fijamente, sus lágrimas eran inmensas, sus ojos proyectaban la
triste soledad. La soledad de la grandeza, era tan grande y a la vez tan
solitaria. Nuestras tristezas se mezclaban a través de nuestros ojos, nos mirábamos
y nos entendíamos. Sabíamos que la injusticia hacia posible nuestra presencia,
ambos sin futuro y atados a la indiferencia de la gente que pasaba a nuestro
alrededor y daba por sentado que pertenecíamos al lugar a donde nos encontrábamos,
solos, abandonados, como un objeto.
Eran
cortos los días cuando le visitaba. Solamente me levantaba de la banca en la
hora de la comida. Los cuidadores llevaban la comida a la jaula de los pájaros
y los monos, era hora de robar fruta para comer. Comía en los arbustos, en el
medio de los jardines para que los guardias y los cuidadores no descubrieran mi
presencia.
Después
de comer volvía a la banca, me sentaba frente a Manyula y le observaba. Le veía
comer, observaba su pausado caminar. Algunas veces hacia travesuras a los
visitantes, otras ocasiones decidía no prestar atención a nadie más, se echaba
sobre el suelo y perdía su vista con la mía. A mi edad, entendía que la
elefanta sabía quién era yo, qué hacia allí, y porque nuestras historias se
parecían tanto: la soledad y la orfandad nos unía.
Hoy
Manyula ha partido al cielo de los elefantes, falleció en la ciudad de San
Salvador y me he preguntado cuanto tiempo me sostuvo en su memoria, si recordó
siempre nuestras miradas. Se fue la testigo y compañera de esas tardes en el
Zoológico de San Salvador.
Durante
estos 59 años los salvadoreños disfrutaron de Manyula la atracción del circo de
cemento. Yo la vi como mi familia, como ese espíritu doblegado por la prisión,
pero libre por la fuerza de su corazón.
Era
una niña con el alma suspendida, y con la libertad cortada, pero su espíritu
era tan fuerte que jamás renunció a la libertad como su más grande sueño.
Soy
dueño del recuerdo por la hermosa dueña de los ojos tristes en los que ambos
nos reflejábamos.